El lobo / Cuento


Cuento de Hermann Hesse /Escrito en 1903


Nunca en las montañas francesas había habido un invierno tan terriblemente largo y frío. Desde hacía semanas el aire era claro y helado. De día, los grandes glaciares de un blanco mate inclinados se extendían infinitos bajo el cielo de un color azul muy vivo. De noche, la luna clara y pequeña pasaba por encima de ellos, una luna gélida de un brillo amarillento cuya luz intensa adquiría tonos azules y broncos en la nieve, semejando la personificación misma de la helada. Los hombres evitaban todos los caminos, especialmente las cumbres. Ateridos y maldicientes permanecían en las cabañas de sus aldeas, cuyas ventanas enrojecidas brillaban y se extinguían pronto, por la noche, de un modo turbio y humoso junto a la luz azulada de la luna.
Eran tiempos difíciles para los animales de la región. En gran cantidad los más pequeños perecían helados y también los pájaros sucumbían a la helada, mientras sus flacos cadáveres servían de botín a los azores y a los lobos. Pero éstos últimos también pasaban tremendas penalidades a causa del frío y el hambre.
Sólo unas pocas familias de lobos habitaban el lugar y la necesidad los empujó a estrechar vínculos. Se pasaban días andando solos. Aquí y allá, uno avanzaba por la nieve, flaco, hambriento y al acecho, silencioso y esquivo como un fantasma. Su delgada sombra se deslizaba junto a él por la nevada superficie. Tendía su hocico puntiagudo al viento, husmeando, y dejaba oír de vez en cuando un aullido seco y atormentado. Pero por la noche todos juntaban sus aullidos roncos y rodeaban las aldeas, donde el ganado y las aves de corral estaban a buen recaudo. Tras los sólidos postigos había carabinas apoyadas en la pared. Pocas veces obtenían un pequeño botín, por ejemplo, un perro, y ya habían sido abatidos dos miembros de la manada.
El frío persistía. A menudo los lobos yacían juntos, silenciosos y ensimismados, dándose calor unos a otros, y acechaban ansiosos el terreno frente a ellos sin vida, hasta que uno, atormentado por los crueles martirios del hambre, saltaba de pronto con tremendos aullidos. Los demás volvían entonces sus hocicos hacia él y estallaban todos juntos en un alarido terrible, amenazador, lastimero.
Finalmente, la parte más pequeña de la manada decidió emigrar. De madrugada abandonaron sus guaridas, se reunieron, y llenos de miedo y excitación husmearon el aire helado. Luego partieron con un trote rápido y regular. Los que quedaban los siguieron con ojos muy abiertos y vidriosos. Trotaron tras ellos algunas decenas de pasos, se detuvieron indecisos y desconcertados, y regresaron lentamente a las guaridas vacías.
Al llegar el mediodía los emigrantes se separaron. Tres de ellos se dirigieron al Este, hacia el Jura suizo, y los demás continuaron hacia el Sur. Los tres primeros eran animales hermosos y fuertes, pero tremendamente enflaquecidos. El vientre estrecho y de color claro era delgado como una correa, las costillas sobresalían de un modo lamentable, las fauces estaban secas, y los ojos, abiertos y desesperados. Los tres penetraron juntos en el Jura. Al segundo día cobraron un carnero y al tercer día, un perro y un potro, pero se vieron acosados furiosamente por todas partes por la población campesina. En la comarca, abundante en poblados y pequeñas ciudades, cundió el pánico ante aquellos intrusos inesperados. Los trineos del correo se armaron y nadie podía ir de un pueblo a otro sin fusil. En la región desconocida los tres animales, después de aquel botín tan bueno, se sentían a la vez cómodos y amedrentados. Se volvieron más temerarios que nunca y penetraron en pleno día en el establo de una hacienda. Bramidos de vacas, de caballos, y jadeos anhelantes llenaron el espacio cálido y angosto. Pero esta vez hubo gente que intervino. Se puso precio a los lobos y esto redobló el valor de los campesinos. Dos animales sucumbieron. Uno, con el cuello atravesado por la bala de un fúsil, el otro, abatido a hachazos. El tercero escapó y corrió hasta caer medio muerto en la nieve; era el más joven y hermoso de los lobos, una bestia orgullosa, de enorme fuerza y formas esbeltas. En el suelo, permaneció jadeante largo tiempo. Círculos de un rojo sangriento flotaban en remolino ante sus ojos, y de vez en cuando lanzaba un doloroso gemido sibilante por el hachazo que le había alcanzado el lomo. Pero se recuperó y pudo volver a levantarse. Sólo entonces se dio cuenta de lo mucho que se había alejado. No se veían seres humanos ni edificios por parte alguna. Muy cerca se alzaba una gran montaña cubierta de nieve. Era el Chasseral. Decidió rodearla. Como le atormentaba la sed, arrancó pequeños bocados de la dura y helada costra de la superficie nevada.
Al otro lado de la montaña encontró en seguida una aldea. La noche caía. Esperó en un espeso bosque de abetos. Después se deslizó con precaución alrededor de los vallados, siguiendo el olor de los establos calientes.
Nadie había en la calle. Con temor y codicia se deslizó por entre las casas. Sonó un disparo. Cuando levantaba la cabeza tomando impulso para echar a correr, estalló un segundo disparo que lo alcanzó. Su vientre blanquecino aparecía manchado de sangre en uno de los flancos y la sangre caía persistente en gruesas gotas. No obstante, consiguió escapar y a grandes saltos alcanzar el bosque del otro lado de la montaña. Allí esperó unos instantes al acecho hasta que escuchó voces. Levantó los ojos hacia la montaña escarpada, boscosa y de difícil ascenso. No hubo otra alternativa. Al pie de la montaña se extendía jadeante una confusión de blasfemias, órdenes y luces de linternas. El lobo herido corrió tembloroso a través del bosque de abetos en la penumbra, mientras la sangre parduzca iba goteando lentamente por su flanco.
El frío disminuyó. Al Oeste, el cielo aparecía vaporoso y parecía anunciar una nevada.
Agotado, el animal llegó al fin a la cumbre y encontró frente a él una gran extensión nevada, ligeramente inclinada, cerca del Mont Crosin, muy por encima de la aldea de la que había escapado. No tenía hambre, pero un dolor persistente y apagado le venía de la herida y un ladrido ronco y enfermizo salía de su hocico colgante. El corazón le palpitaba pesado y doloroso, y sentía la mano de la muerte oprimiéndole, como una carga díficil de soportar. Le atrajo un abeto de ancho ramaje, separado de los demás, y allí se sentó dirigiendo una mirada turbia a la terrible noche nevada. Pasó media hora. Entonces cayó sobre la nieve una luz extraña de un rojo tenue, suave. El lobo se incorporó con un gemido y volvió su hermosa cabeza hacia la luz. Era la luna que gigantesca y roja como la sangre salía por el Sureste y se alzaba lentamente en el cielo turbio. Hacía muchas semanas que no aparecía tan grande y roja. Los ojos del animal agonizante se clavaron tristemente en la opacidad del disco lunar y nuevamente un débil aullido resonó en la noche con estertor, sordo y doloroso.
Se oyeron pasos y luces aproximándose. Campesinos cubiertos con gruesos capotes, cazadores y jóvenes con gorros de piel y pesadas polainas, dejando atrás sus huellas sobre la nieve, gritaron de júbilo al descubrir el cuerpo moribundo del lobo. Le dispararon dos tiros, que no dieron en el blanco, pero al ver que ya agonizaba cayeron sobre él con palos y estacas. El animal ya nada sentía.
Después de haberle destrozado los miembros lo bajaron hasta St. Immer arrastrándolo. Reían, se ufanaban, se imaginaban ya unos buenos vasos de aguardiente y café. Cantaban y renegaban. Ninguno de ellos veía la belleza del bosque nevado, ni el brillo de las cumbres, ni la luna roja que flotaba sobre el Chasseral con su luz tenue reflejándose en los cañones de sus fusiles, en los cristales de la nieve y en los ojos vidriosos del lobo abatido.
FIN

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